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16 Enero 2017

La salud en su estado antinatural

Científicos canadienses realizaron un estudio, cuyos resultados publica la revista The Lancet, que indagó en la influencia de la contaminación ambiental y acústica sobre la salud mental.

La contaminación ambiental y sus negativos efectos sobre la salud y el ecosistema es, irónicamente, un campo fértil. Y es que cada cierto tiempo, las innumerables investigaciones científicas que se desarrollan en esta área entregan antecedentes que evidencian la irracionalidad de los humanos, únicos responsables de lo que perfectamente podría calificarse como un proceso de autodestrucción.

Adoptar políticas estratégicas de carácter transversal y multinacional es una necesidad urgente para, al menos en una primera etapa, intentar desacelerar la agonía de la naturaleza y así sembrar un poco de esperanza para las nuevas generaciones. A futuro el objetivo será restablecer la armonía del planeta, pero hoy la tarea es sin dudas tomar conciencia del daño que estamos causando.

De acuerdo a un informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 2014 aproximadamente tres millones y medio de personas murieron a nivel global como consecuencia de la sobreexposición a la contaminación. “En la actualidad hay pocos riesgos que afecten tanto a la salud en el mundo como la contaminación atmosférica, por lo que se deben implementar acciones concretas para limpiar el aire que todos respiramos”, subrayan representantes de la agrupación internacional.

A partir de 2015 se pusieron en marcha una serie de iniciativas para enfrentar este problema. Junto con invitar a las autoridades y líderes de cada país a asumir un rol protagónico, se comenzaron a realizar campañas para sensibilizar a la población, destacando la importante reducción de los costos sanitarios si se adoptan medidas para frenar la contaminación. Del mismo modo, se busca fortalecer los sistemas de control de la calidad del aire y registros sanitarios a fin de mejorar la vigilancia de todas las enfermedades relacionadas con la polución, además de fomentar el uso de tecnologías limpias y el traspaso de conocimientos para su masificación y diseño. 

La investigación en esta materia se inició en la década de 1950, a raíz de un grave episodio de contaminación atmosférica que se presentó en Londres, con índices, claro está, muy por debajo del que muestran actualmente varias ciudades del mundo. En ese entonces, la inversión térmica provocó que los niveles de dióxido de azufre y de partículas en suspensión se dispararan, lo que se vinculó con un aumento de los ingresos hospitalarios por enfermedades respiratorias y cardiovasculares, también de las muertes, lo que fue advertido por los médicos.

Algunas de las patologías más comunes relacionadas con la contaminación del aire son la neumopatía obstructiva crónica, infección aguda de las vías respiratorias inferiores en los niños, crisis de asma, exacerbaciones de la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC) y el accidente cerebrovascular. Lo anterior, fundamentalmente cuando se registran periodos marcados de mala calidad del aire. Sin embargo, también existe un daño crónico, acumulativo, más allá si se genera o no un peak de polución. Los principales efectos de la exposición a largo plazo detectados por científicos van desde dificultades en el desarrollo cognitivo en niños, bajo peso al nacer, aparición de asma, cáncer de pulmón, enfermedades cardiovasculares, mortalidad prematura hasta problemas de fertilidad.

Ahora bien, la composición y los niveles de contaminación son distintos dependiendo del lugar si consideramos variables como la intensidad del tráfico, proporción de vehículos diésel y de gasolina, el mapa urbanístico y las condiciones climáticas. El problema es que, más allá de los límites permitidos por cada legislación y la propia OMS respecto de la emisión de partículas, expertos aseguran que no existen niveles mínimos de contaminación que proporcionen seguridad y que no afecten a la salud.

En este contexto, una reciente investigación aporta importantes datos en relación a la influencia de la contaminación, en este caso, sobre la salud mental. De acuerdo a lo que publica The Lancet (doi: 10.1016/S0140-6736(16)32399-6), las personas que viven cerca de autopistas donde existe un intenso tráfico vehicular son más propensas a desarrollar algún tipo de demencia senil como el alzhéimer. La información cobra relevancia si se considera que hasta un tercio de los factores de riesgo de la demencia siguen sin identificar.

Son varios los estudios que apuntan a la contaminación atmosférica y acústica como factores causantes de la enfermedad. La Agencia de Salud Pública de Ontario (Canadá) se propuso ahondar en esta línea y se dedicó a estudiar durante una década a la población de esa provincia. Con este propósito se establecieron cinco distancias desde la carretera: menos de 50 metros, de 50 a 100 metros, de 101 a 200, de 201 a 300 y más de 300. Las personas que viven a menos de 50 metros tienen hasta un siete por ciento más de riesgo de sufrir demencia, un cuatro por ciento más los que residen a 50-100 metros y, finalmente, sólo un 2% más los que habitan a 101-200 metros. El dióxido de carbono y las partículas finas en suspensión tendrían un alto grado de responsabilidad.

“Este estudio es el más grande y donde mejor se ha definido la enfermedad de la demencia. Amplía el conocimiento de los efectos negativos de la contaminación urbana y nos dice que además del ictus, el infarto de corazón, las enfermedades respiratorias o el cáncer de pulmón también interviene en la demencia. De ahí su importancia, aunque los hallazgos no son nuevos. Ya sabíamos desde hace diez años, por estudios en autopsias, de efectos propios de alzhéimer en niños más expuestos a la contaminación. Esto es porque las partículas ultrafinas del aire producen una inflamación que es común en esa enfermedad”, sostuvo Jordi Sunyer, codirector del Centro de Investigación de Epidemiología Ambiental de España.

Pero esta conclusión no es compartida cabalmente. Para Bénédicte Jacquemin, investigadora del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal) y del Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia (INSERM), “el estudio es bastante bueno porque se basa en una población grande y se utiliza una eficiente metodología para medir las enfermedades y el tráfico, pero tiene algunas limitaciones. Por ejemplo, se basa sólo en informes médicos y no aporta otros datos que pueden estar asociados como el índice de masa corporal o tabaquismo, antecedentes de todos los participantes. Existen dos tipos de contaminantes, unos se quedan en los pulmones y causan estrés oxidativo e inflamación, pasan a la sangre y de ahí van a otras regiones del cuerpo. En tanto, algunas partículas finas no se quedan en los pulmones, pero van al torrente sanguíneo y desde ahí se distribuyen a diferentes lugares y al cerebro. Ambos afectan, aunque se necesitan más estudios”.

De cualquier modo, la evidencia científica parece ser cada vez más concluyente, a diferencia de las políticas de salud pública y ambientales, las que aún parecen mostrar ciertos grados de debilidad en su implementación efectiva. De momento, la sensibilización individual también cobra un papel relevante en este tema, siendo la apatía ecológica y el egoísmo social las grandes barreras a derribar.

Por Óscar Ferrari Gutiérrez

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