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29 Agosto 2016

Origen neural de la generosidad

Investigadores de la Universidad de Oxford descubrieron que las personas generosas tienen más activa un área del cerebro relacionada con la toma de decisiones, la empatía y las emociones.

Para Sócrates, como para la mayoría de los filósofos griegos, la felicidad era el objetivo principal de la existencia humana y para alcanzarla se debía tomar el camino correcto o la vía de la virtud. Sólo así podía ser digna de disfrute. Por tanto, los consejeros y compañeros de viaje no podían ser otros que la sabiduría y el conocimiento.

La relación entre saber, virtud y felicidad era tremendamente estrecha para él. De todas ellas, la más valiosa era la sabiduría, porque propiciaba la búsqueda de las otras dos. Es decir, el conocimiento del bien era lo que conducía al hombre hacia la práctica de la virtud y su ejercicio lo hacía feliz. 

Además, por el hecho de ser conocida, la virtud podía ser enseñada, así como las matemáticas, física o biología. Aunque para ello era preciso estar dispuesto a realizar el esfuerzo de conocer lo que es el bien, es decir, el fin hacia el que tiende cada ser particular cumpliendo con su inclinación natural. 

Pero como bien advirtió Aristóteles, unos siglos más tarde, no somos sólo razón, sino también pasión y emoción. La vida en general, incluida la del que quiere vivir según la razón, necesita de bienes materiales suficientes para calmar el hambre, la sed y el resto de las necesidades corporales. Es por eso que en la administración de los deseos y pasiones, en el encuentro del punto medio entre dos vicios, el exceso y el defecto, estaba la clave de la actuación conforme a la virtud, que introduce el equilibrio, la mesura y da orden al alma humana.

Una de las virtudes más importantes dentro del Mundo Griego era la generosidad, que representaba el término medio entre prodigalidad y avaricia. El generoso no da a cualquiera, sino a quien debe y cuando debe. Es propio de él excederse en dar, hasta dejar poco para sí mismo, llegando incluso a olvidarse de sí. No es alabado por su valor, su templanza o por su prudencia, sino por el modo de dar y tomar riquezas, sobre todo de dar. 

La generosidad, con frecuencia, se asocia únicamente al plano económico, dejando de lado el emocional. Sin embargo, una persona puede ser generosa en cariño, paciencia, sonrisas, palabras y tiempo disponible para los demás. 

El ser humano evolucionó para ser un animal social y político. Como zoon politikón es empático y generoso, porque si se ocupa de sí mismo y no es capaz de vivir con otros, no puede prosperar dentro de la sociedad. 

Por siglos se pensó que la generosidad era una habilidad que podía ser entrenada a través de la práctica. Lo es. Pero científicos de la Universidad de Oxford se propusieron investigar el origen neurológico de la empatía y la generosidad, claves en la creación de los lazos afectivos. 

Hace varias décadas, la psicología positiva postuló que en el ser humano existen estados mentales positivos que, reforzándolos, pueden actuar como barreras a los trastornos psíquicos. 

Estos recursos, conocidos como fortalezas humanas, conducen a estados emocionales, procesos cognitivos y comportamientos para posibilitar que el sujeto pueda afrontar con éxito los desafíos, las dificultades y las adversidades que suelen presentarse cotidianamente.

Dentro de ellos, los comportamientos prosociales son aquellos que propician la solidaridad y la armonía en las relaciones interpersonales y producen beneficios particulares o colectivos. 

Se les denomina prosociales, porque sin buscar una recompensa externa, favorecen a otras personas o grupos y aumentan la probabilidad de generar reciprocidad positiva en las relaciones sociales consiguientes. (doi: 10.1073/pnas.1603198113)

Hace un par de semanas, una imagen de un gesto deportivo de los Juegos Olímpicos de Río 2016 dio la vuelta al mundo. Se produjo en la prueba de los 5.000 metros cuando las atleta neozelandesa Nikki Hamblin y la estadounidense Abbey D'Agostino sufrieron un percance. 

Hamblin pisó el borde interior de la pista, se desequilibró e inesperadamente se fue al piso. D'Agostino, que corría detrás, no pudo evitarla, tropezó y también cayó. Después de unos segundos retorciéndose de dolor sobre el carril de competencia, el instinto de solidaridad y generosidad afloró. La estadounidense ayudó a su rival a incorporarse y la abrazó antes de continuar con la carrera. ¿Qué hizo que ambas deportistas se ayudaran?

La respuesta la entregó un grupo de investigadores de la Universidad de Oxford que al percatarse que no todas las personas tienen esta capacidad o deseo de ayudar a los demás, quiso saber el por qué. 

El equipo reunió a un grupo de voluntarios, a quienes se les dio la instrucción de administrar varias sumas de dinero a través de un juego computacional, el cual debía ser usado no sólo para beneficio propio, sino para el de los demás. 

Mientras jugaban, realizaron resonancias magnéticas y observaron que el córtex del cíngulado anterior subgenual, área del cerebro relacionada con la toma de decisiones, la empatía y las emociones, estuvo más activo en quienes resultaron más generosos. Además, se dieron cuenta que las personas que inmediatamente tomaban decisiones en beneficio de otros no lo hacían a la misma velocidad cuando la acción era realizada en su propio beneficio. (Brain Research 311 (2016) 255–266)

Según la doctora Patricia Lockwood, directora de la investigación, este hallazgo “muestra el camino para entender cómo funciona el cerebro según cada tipo de conducta, pues no todas las personas tienen activas las mismas zonas”. 

Los investigadores británicos piensan que conocer cuáles son las regiones del cerebro afectadas no sólo podría ayudar a la comprensión de qué funciona mal en las personas que tienen enfermedades o problemas psicológicos y presentan comportamientos extremadamente antisociales, sino que también al diseño y desarrollo de fármacos específicos para abordar esta materia. 

Por Carolina Faraldo Portus

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