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31 Julio 2017

La conexión entre microbiota intestinal y cerebro

Un estudio de la Universidad de California reafirma que el sistema gastrointestinal no sólo se encarga de la digestión y absorción de nutrientes, sino que también juega un rol importante en regular procesos inflamatorios, inmunológicos y cerebrales.

La civilización egipcia fue una de las más avanzadas de su tiempo. La gran cantidad de restos arqueológicos encontrados han permitido a los investigadores hacerse una idea aproximada de su real desarrollo y evolución. Un aspecto no menor de esta cultura fue la creación de las bases de la medicina moderna, puesto que fueron ellos quienes desarrollaron más de 800 procedimientos médicos; conocieron y usaron cerca de 600 drogas, incluyendo las hojas de sauce y corteza como antiséptico; realizaron múltiples cirugías como remoción de tumores y quistes, para lo que usaban una amplia variedad de instrumentos; poseían un conocimiento razonable de la circulación y de los órganos, aunque había quienes confundían la función del corazón con la del cerebro. 

Cuando todas las culturas antiguas se acercaban a la enfermedad y a sus tratamientos basándose en creencias irracionales o en la influencia de malos espíritus y castigo de los dioses, los egipcios ya habían dado un gran salto con respecto al conocimiento de los mecanismos que rigen la salud humana, basándose en criterios científicos como el estudio de los síntomas, el diagnóstico, el veredicto (equivalente a lo que hoy se conoce como pronóstico) y, por último, el tratamiento. 

Fueron ellos quienes hace más de 4.500 años, situaron en la parte más prosaica del organismo, “con sus intestinos inquietos y pestilentes, la sede de las emociones. Si examinas a un hombre con una obstrucción en el estómago, su corazón está atemorizado, y en cuanto come algo, la ingestión se hace dificultosa y es muy lenta. El estómago constituye la desembocadura del corazón, el órgano donde se localizan el pensamiento y el sentimiento”, reseñaron en el Papiro Ebers, uno de los más antiguos tratados médicos conocidos, que data del año 1.550 a.de C.

Por extraño que pueda parecer, la ciencia contemporánea ha podido establecer que en el tracto gastrointestinal se aloja un segundo cerebro, el abdominal, muy similar al que se sitúa en la cabeza. Esto a raíz de que en el tubo digestivo se pueden encontrar más de 100 millones de células nerviosas, cifra casi exactamente igual a la existente en toda la médula espinal.

Este cerebro digestivo es conocido como sistema nervioso entérico, -una subdivisión del sistema nervioso autónomo- que se encarga de controlar directamente el aparato digestivo. Abarca las envolturas tisulares que revisten esófago, estómago, intestino delgado y colon. Entre las funciones inmunitarias de este cerebro intestinal se encuentran el mantenimiento de condiciones óptimas para el desarrollo de bacterias beneficiosas para el organismo y la producción de sustancias psicoactivas que influyen en el estado anímico. (Am J Physiol Gastrointest Liver Physiol. 2016 Jun 1;310(11):G989-98)

El cerebro y el sistema digestivo se encuentran íntimamente vinculados y forman parte de un campo emergente de la ciencia: la neurogastroenterología, que se dedica al estudio de las interacciones del llamado eje microbiota-intestino-cerebro.

La microbiota intestinal es un ecosistema complejo que, en ciertas situaciones, produce cambios que tienen efectos perjudiciales en el organismo y determinan o favorecen la aparición de una enfermedad.

Previamente, se ha comprobado en ratones que la microbiota influye en el comportamiento, que condiciona la respuesta al estrés y la asunción de riesgos. Pero un reciente estudio de un equipo multidisciplinario de investigadores de la Universidad de California (UCLA), liderado por la gastroenteróloga Kirsten Tillisch, investigó las diferencias conductuales y neurobiológicas asociadas a la composición microbiana en humanos. (doi: 10.1097/PSY.0000000000000493)

Los científicos identificaron las características cerebrales y conductuales de 40 mujeres sanas entre 18 y 55 años, agrupadas por perfiles de microbiota intestinal, quienes proporcionaron muestras fecales.

Las dividieron según composición de bacterias intestinales en dos grupos. Uno de ellos mostró gran abundancia de un género de bacteria llamado Bacteroides, mientras en el otro se observó más acumulación de uno llamado Prevotella.

Mediante resonancia magnética funcional se analizaron los cerebros de las participantes, mientras observaban imágenes diseñadas para provocar respuestas emocionales positivas, negativas o neutrales.

En el grupo con más abundancia de Bacteroides se observó un mayor grosor en la materia gris de la corteza frontal y la ínsula –regiones del cerebro que procesan información compleja– y también un mayor volumen del hipocampo, involucrado en la memoria. Si bien en el segundo grupo el volumen observado en esas áreas fue menor, se pudo determinar una mayor cantidad de conexiones entre las regiones emocional, atencional y sensorial. 

Cuando al grupo Prevotella se le presentaron imágenes diseñadas para provocar respuestas negativas, las participantes tuvieron una actividad más baja en el hipocampo, pero reportaron mayores niveles de ansiedad, angustia e irritabilidad, después de mirar las fotografías.

Para los autores de la investigación publicada en la Psychosomatic Medicine: Journal of Behavioral Medicine “una actividad reducida del hipocampo puede asociarse con una mayor reactividad emocional. Estos cambios sugieren que son el resultado de una menor precisión a la hora de codificar los detalles contextuales de un estímulo exterior, un déficit visto en numerosos casos de desórdenes psiquiátricos, incluidos la depresión, el trastorno de estrés post-traumático y el trastorno limítrofe de la personalidad”, destacó la doctora Tillisch.

Aunque la muestra estudiada es pequeña, los resultados apoyan y abren nuevas vías para investigar si por medio de la modificación de la microbiota se puede modular la conducta. De ser así, se crearán nuevas oportunidades para tratar una depresión u otras patologías mentales.

Por Carolina Faraldo Portus

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