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10 Octubre 2016

Viruela: 36 años de libertad vigilada

  • Ali Maow Maalin, último caso de contagio natural de viruela

    Ali Maow Maalin, último caso de contagio natural de viruela

  • Ramsés V

    Ramsés V

  • Ilustración: Dr. Edward Jenner inoculando a James Phipps

    Ilustración: Dr. Edward Jenner inoculando a James Phipps

  • Ilustración: corbeta María Pita

    Ilustración: corbeta María Pita

  • Equipo OMS de erradicación de la viruela

    Equipo OMS de erradicación de la viruela

  • Dr. Donald Henderson (1928 - 2016)

    Dr. Donald Henderson (1928 - 2016)

Una campaña global la erradicó en 1980, pero su inolvidable letalidad obliga a la medicina a mantenerse alerta. Un arriesgado experimento, 22 huérfanos, un héroe y una valiente enfermera son parte de esta increíble historia.

Tras los atentados terroristas ocurridos en Estados Unidos en septiembre de 2001, el país se encontraba en una condición de vulnerabilidad, que pocos días después se acentuó debido a una serie de cartas enviadas a distintos medios de prensa y a dos senadores contaminadas por el bacilo del ántrax (Bacillus anthracis). 22 personas fueron expuestas a las esporas, falleciendo cinco de ellas víctimas de complicaciones respiratorias y gastrointestinales. La utilización del ántrax como arma biológica obligó a buscar asesoría de un experto en enfermedades infecciosas. Aquí es donde surge nuevamente el nombre de Donald Henderson, una figura enorme en la historia de la medicina, cuyo legado trasciende su fallecimiento, ocurrido el viernes 19 de agosto.

El epidemiólogo estadounidense tenía 87 años al momento de morir, como consecuencia de complicaciones sufridas tras fracturarse la cadera. Cansado, no pudo con esa batalla, pero en plenitud se anotó una victoria que se escribió con letras doradas. Y es que el trabajo del reconocido facultativo, quien se autodefinía como “un detective de las enfermedades”, cimentó el camino que terminó por erradicar, en 1980, la patología más letal de todos los tiempos: la viruela.

Henderson se desempeñó durante años en los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos y dirigió la campaña de la Organización Mundial de la Salud (OMS) contra la viruela, entre los años 1966 y 1977. “Él fue un gigante de la salud pública. Realizó durante diez años un esforzado trabajo que se vio coronado por el éxito de la OMS para erradicar la viruela, la única enfermedad humana que no había sido erradicada”, comentó el doctor Michael J. Klag, decano de la Escuela de Salud Pública de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore (Estados Unidos), cargo que también ocupó Henderson entre 1977 y 1990, fundando el Centro de Estudios para la Biodefensa.

El último refugio

Cada 15 de agosto India conmemora su independencia del gobierno británico. Calles y avenidas de sus principales ciudades se llenan de colorido y la alegría de sus habitantes logra opacar, al menos por 24 horas, la extrema pobreza en que vive la gran mayoría de la población.

En 1975, la fiesta fue doble. No sólo el país celebraba 28 años de libertad, sino que también el primer ministro, Indira Gandhi, había declarado la fecha “Día de la independencia de la viruela”. Y es que durante décadas, India fue considerada el hogar de la enfermedad (patología endémica), con alrededor del 60 por ciento de los casos reportados a nivel mundial. Sin embargo, había un fuerte motivo para festejar en grande: en tan sólo un año, las infecciones habían caído de 188 mil a cero, gracias a una combinación de vigilancia de las enfermedades, vacunación y promoción.

Como jefe del programa de la Organización Mundial de la Salud para la erradicación de la viruela, Donald Henderson era un invitado de honor a las celebraciones oficiales, sin embargo, la lucha contra la enfermedad no daba treguas y el médico se aprestaba a tomar un vuelo hacia Bangladesh. Casi en camino hacia el aeropuerto de Nueva Delhi, el epidemiólogo recibió una noticia desalentadora: el ejército de ese país había dado un golpe de estado y el presidente estaba muerto.

Cerca de dos millones de personas fallecían cada año víctimas de la viruela y, justo cuando la esperanza parecía abrirse paso, la inestabilidad social de Bangladesh sembraba profundas dudas sobre el éxito de los esfuerzos sanitarios. Hasta entonces, Henderson y su equipo habían superado un sinnúmero de obstáculos. Inundaciones, crisis alimentarias, escasez de vacunas y trabas políticas se lograron sobrellevar de un modo u otro. La historia cuenta que incluso, en la antigua Yugoslavia, se detenían vehículos en las calles a cualquier hora para inocular a las personas, mientras que en India se visitaron hogares de regiones remotas, de muy difícil acceso, para cortar los brotes de raíz. Ahora, tras diez años de trabajo en terreno, Bangladesh se constituía en el último refugio de la viruela mayor, la forma más infecciosa del temible virus. El país parecía desmoronarse y el sufrimiento acechaba a la población.

La guerra civil alimentaba el temor de un éxodo masivo y ante la imposibilidad de ingresar a Bangladesh, Henderson organizó un plan de contención que movilizó a un gran número de trabajadores de la salud a la frontera para reforzar la vigilancia y vacunar según fuese necesario. El objetivo: eliminar posibles brotes e impedir a toda costa que la enfermedad ingresara a India. Afortunadamente, la ola de refugiados no se produjo, las nuevas autoridades desbloquearon los caminos de acceso a su territorio y la OMS continuó su labor.

En noviembre de 1975, Bangladesh oficializó la erradicación de la viruela. Dos años más tarde, Ali Maow Maalin, un cocinero de Somalia y colaborador de la OMS en la tarea de erradicar la enfermedad, fue identificado como la última persona conocida contagiada con el virus de manera natural. Logró recuperarse, falleciendo años más tarde producto de la malaria, mientras participaba en una campaña de vacunación contra la poliomielitis en su país. Desde entonces, los únicos contagios registrados se debieron a un accidente de laboratorio en Birmingham, Inglaterra, en 1978. Luego llegó el pronunciamiento de la OMS: el mundo está libre de viruela. 

“La erradicación de esta plaga viral es sin duda uno de los mayores triunfos de la salud pública en la historia humana”, aseguró el doctor Chris Beyrer, profesor de salud pública y derechos humanos de la Universidad Johns Hopkins. “Si en su momento, el premio Nobel de medicina no hubiera estado tan concentrado en la ciencia básica, Henderson y su equipo, integrado también por los doctores William Foege y Benjamin Rubin, seguramente lo habrían ganado, o al menos compartido”, agregó el académico.

Cuando se certificó oficialmente la erradicación de la viruela, el mundo estaba en plena Guerra Fría, acordándose que todas las cepas existentes del virus fueran destruidas y sólo dos pequeñas reservas se depositaran en estado criogénico en puntos claves del mapa geopolítico: el Instituto Vector de Novosibirsk (Rusia) y el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta (Estados Unidos). 

Grupos de biólogos han insistido en eliminar ese par de muestras para evitar que, por un error o un acto bioterrorista, alguna de ellas se libere, sin embargo se debe contar con el agente infeccioso para la eventual elaboración de vacunas en caso de reaparecer la enfermedad. 

Por otro lado, la investigación debe continuar, ya que el virus como tal nunca fue entendido por completo y al momento de su erradicación se sabía muy poco sobre la forma en que mutaba. Aunque se logró dar con la vacuna, su elaboración se hizo de manera empírica, sin conocer con detalle la estructura del virus o su forma de infección.

A raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, Henderson fue nombrado director de la Oficina de Preparación de Salud Pública de la Secretaría de Salud y Servicios Sociales, destacando dentro de sus funciones la tarea de elaborar estrategias de prevención y contención frente a la posibilidad de que terroristas utilizaran la viruela como arma biológica. Al respecto, existen precedentes: en el siglo XVIII el general británico Geoffrey Amherst entregó a una tribu de indios americanos mantas infectadas deliberadamente con viruela, marcando el punto de partida de los ataques biológicos.

La muerte del faraón

Es considerada una de las enfermedades más devastadoras que ha debido enfrentar la humanidad, al punto de alterar drásticamente el curso de la historia y contribuir al declive de civilizaciones enteras. La viruela alcanzó una tasa de mortalidad de hasta un 30 por ciento de los pacientes infectados, cifra que refleja su letalidad. Esta patología infecciosa es causada por el virus variola, el cual surgió en antiguas comunidades en torno al año 10 mil a.C. 

Su nombre proviene del latín variŭs (variado, variopinto), terminología que hace referencia a los abultamientos que se presentan en la piel de una persona infectada, manchas rojas que se convertían en vesículas y luego en pústulas. Uno de los signos inequívocos de la enfermedad, junto a otros síntomas como fiebre alta y fuertes dolores de cabeza y espalda. La mayoría de quienes lograron sobrevivir quedaron ciegos, estériles y con profundas cicatrices, tanto psicológicas como en la piel, aunque inmunes ante nuevos brotes.

Se transmitía por contacto directo con los infectados o a través de fluidos corporales. También mediante objetos contaminados, especialmente ropa, mantas o frazadas, en las que el virus puede permanecer activo hasta nueve meses. La viruela mayor era su variante más común y severa, mientras que la viruela menor se caracterizaba por ser menos agresiva, con una mortalidad de menos del 1% de los casos. Otras formas menos habituales eran la hemorrágica y maligna, ambas muy graves.

Expertos creen que esta peligrosa enfermedad se habría originado en India o Egipto. Las pruebas más tempranas de la enfermedad fueron encontradas en los restos momificados del faraón egipcio Ramsés V, fallecido en 1157 a.C. cuando tenía alrededor de 35 años. Marcas en su piel dejarían en evidencia que el motivo de su muerte fue la viruela. Así lo confirmó el doctor Xavier Sierra, dermatólogo español, licenciado en humanidades y autor de diversos libros sobre la historia de la medicina y dermatología.

“Su rostro se presentaba impasible, sereno, majestuoso. En la piel de la cara se podían ver con facilidad lesiones redondeadas, probablemente vesiculosas, de cierta uniformidad. La erupción era particularmente visible en la cara, en el cuello y en los brazos. En cambio, no se observaban vesículas en tórax ni en la parte superior del abdomen”, describió tras visitar por primera vez la sala de las momias del Museo Egipcio de El Cairo.

En 1910, el patólogo experimental y bacteriólogo Marc Ruffer, junto al infectólogo Robert Ferguson, quienes ya habían diagnosticado viruela en otra momia, encontraron que esas lesiones eran idénticas a las que mostraba Ramsés V. Posteriormente se han realizado diversos estudios mediante microscopía electrónica en momias egipcias, que han suministrado valiosos datos paleopatológicos. Varios años más tarde, un permiso especial del presidente egipcio Anuar El Sadat autorizó a un equipo, encabezado por el doctor Donald Hopkins a comprobar si las lesiones del faraón correspondían a la viruela. Sin embargo, como se trataba de una de las momias mejor conservadas, no se permitió tomar una muestra directamente de la piel, sino que solamente analizar los fragmentos que habían quedado adheridos al vendaje. Por este motivo no se pudo detectar fehacientemente rastros de la enfermedad, pero los datos histológicos que arrojó el estudio parecen demostrar que efectivamente Ramsés V sufrió y murió víctima de esta patología.

Desde Egipto, la enfermedad se extendió por las rutas comerciales por casi toda Asia, África y Europa, llegando finalmente a América en el siglo XVI. Se estima que un 90 por ciento de las muertes indígenas durante la colonización Europea fue a causa de enfermedades y no por la conquista militar. Como los aborígenes no tenían inmunidad natural frente a nuevos tipos de patologías, fueron víctimas fáciles para la viruela. De hecho, historiadores aseguran que esta enfermedad contribuyó notablemente al declive del imperio azteca (en México), después del arribo del virus con los conquistadores españoles en 1519. 

Más de tres millones de aztecas murieron a consecuencia de la enfermedad y, seriamente debilitados, fueron derrotados sin oponer mayor resistencia. Con gran parte de la población inca, en el oeste de Sudamérica, pasó algo similar. En Europa, se estima que la viruela acabó con 60 millones de personas sólo en el siglo XVIII. Ya en el siglo XX, aproximadamente 400 millones de hombres, mujeres y niños corrieron la misma suerte en todo el mundo.

Decisión dividida

“No importa cuántas veces visite una sala de pacientes de viruela, siempre salgo conmovido”, dijo Donald Ainslie Henderson en 1979, durante una entrevista concedida al diario estadounidense The Washington Post. El lado humano de este profesional también dejó huella.

El epidemiólogo nacido en Lakewood (Ohio), a quien también llamaban “DA”, era hijo de un ingeniero y una enfermera. Se graduó en el Oberlin College de Ohio en 1950, lugar donde conoció a Nana Bragg, con quien se casó al año siguiente. Tras titularse de médico en la Universidad de Rochester en 1954 y mientras trabajaba en un hospital de Cooperstown (Nueva York) tomó una decisión que cambiaría para siempre el rumbo de su vida.

Henderson debía cumplir durante dos años su servicio militar obligatorio y, en lugar de pasar todo ese tiempo evaluando la salud de nuevos reclutas, prefirió unirse al Servicio de Inteligencia de Epidemias de Estados Unidos, unidad de investigación que tenía como objetivo identificar el riesgo de posibles brotes epidémicos y, de producirse, diseñar y ejecutar estrategias para eliminar la enfermedad. Ya en 1961, el médico se había convertido en jefe de la sección de vigilancia de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, creando pocos meses después una unidad especializada de vigilancia de la viruela.

Entre el 3 y 20 de mayo de 1966 el Palacio de las Naciones de Ginebra (Suiza) albergó la 19ª Asamblea Mundial de la Salud, órgano decisorio supremo de la OMS. En esa ocasión, con un estrecho margen a favor, los delegados de los países miembros votaron la realización de una campaña de erradicación global de la viruela, que por entonces azotaba con especial dureza a África Occidental, parte de Asia y Brasil, terminando con la vida de dos millones de personas anualmente. Tras la erradicación de la enfermedad en Estados Unidos, en 1949, la Unión Soviética presionó fuertemente por la implementación de un programa a gran escala. La decisión dividida era reflejo de las enormes complejidades logísticas de la misión, tarea que se dificultaba aún más por el escaso presupuesto disponible, insuficiente para algunos, lo que despertaba dudas sobre el éxito de la cruzada, incluso en el propio director general de la OMS, doctor Marcolino Gomes Candau

No muy convencido al principio, finalmente Henderson aceptó el reto que le encomendó el organismo internacional: liderar el plan de erradicación. El facultativo, que ya había encabezado campañas contra la viruela en otras partes del continente africano, se trasladó con su familia a Ginebra, donde comenzó a urdir su estrategia en la sede de la OMS. Tenía 38 años.

En base su experiencia y en conocimiento que los recursos eran limitados y que intentar inocular a toda la población sería imposible, la apuesta fue vigilar y contener. Así emitió un comunicado a todos los centros de salud y hospitales de la región solicitando elaborar informes semanales que permitieran detectar precozmente un potencial brote de viruela. Cuando aquello ocurría un equipo viajaba al lugar para vacunar a todas las personas que estuvieron en contacto con el enfermo, y también a hombres y mujeres que potencialmente fueron expuestos por los primeros. Empoderado de su rol como catalizador, Henderson visitó regularmente los países afectados por la viruela, siguiendo minuciosamente sus progresos, ejerciendo la diplomacia e incluso negociando con las autoridades políticas cuando no encontraba el apoyo logístico y monetario necesario para una empresa de tales características.

Los problemas nunca faltaron. Al contrario, muchas veces pusieron en riesgo la tarea. En Etiopía, los rebeldes atacaban a los vacunadores, mientras que en Afganistán la nieve opuso férrea resistencia. En Bangladesh, la guerra civil y los pequeños puentes de bambú restringían el tránsito de los camiones de la OMS. En tanto, en Somalia las poblaciones nómadas dificultaban un adecuado control. Sin embargo, sus cercanos aseguraban que ver el dolor que provocaba la viruela en los infectados se transformaba en el principal aliciente y motivación para que Henderson perseverara en su misión. 

Durante su carrera, que además incluyó una destacada participación en el programa mundial de erradicación de la poliomielitis, el epidemiólogo recibió varias distinciones, entre ellas, la Medalla Nacional de Ciencia en Biología (1986) y la Medalla Presidencial de la Libertad (2002). La Organización Panamericana de la Salud lo considera un héroe de la salud pública.

El padre de la inmunología

La viruela es una enfermedad infecciosa y extremadamente contagiosa causada por un virus que nunca contó con un tratamiento farmacológico específico, por lo que las únicas formas de prevención eran la vacunación e inoculación. Se propagaba por el aire, atacando las células de la piel, la médula ósea, el bazo y ganglios linfáticos.

Sus síntomas se inician durante la segunda semana tras la exposición. Fiebre (entre 38 y 40 grados), molestias en la espalda, diarrea, sangrado excesivo, fatiga, náuseas, vómitos y dolor de cabeza dejan al infectado en una condición crítica. A todo lo anterior, hay que sumar el signo más característico: erupciones cutáneas de color rosado que forman úlceras, pústulas llenas de líquido (algunas capaces de unirse y terminar en grandes hinchazones) y la formación de llagas en la boca, nariz y garganta. En este periodo, alrededor de 30 por ciento de los enfermos moría.

Quienes lograban sobrevivir quedaban con grandes cicatrices por el desprendimiento de las costras que ocurría generalmente en la tercera semana. Además, podían presentar pérdida de tejido labial, nasal y cartilaginoso e incluso corrían el riesgo de quedar ciegos debido a las úlceras corneales. La viruela también desencadenaba complicaciones como artritis, infecciones óseas, encefalitis y neumonía.

La batalla contra la viruela se inició hace mil años. En el monte Emei de China, una de las cuatro montañas sagradas del budismo en la dinastía Han, en la provincia de Sichuan, se usó una técnica conocida como “viruelización”, que consistía en infectar deliberadamente a una persona, introduciendo con aire a presión polvo de costras de viruela, por la nariz. Un monje taoísta del lugar lo hizo al notar que quienes sobrevivían a la viruela nunca más presentaban la enfermedad. Los individuos que recibían este tratamiento, contraían un tipo más benévolo de viruela y desarrollaban una inmunidad de por vida. El procedimiento evolucionó lentamente y a principios de 1700 los médicos comenzaron a tomar material de las llagas y ponerlo en cuatro rasguños en la piel de los brazos de personas sanas. Esto dio resultados positivos, porque los inoculados en su gran mayoría no volvían a infectarse, sin embargo, se calcula que el tres por ciento de ellos igualmente moría. 

Claro que existe otro antecedente importante. En uno de sus múltiples viajes, Mary Montagu (1689-1762) aristócrata, escritora, científica y feminista británica, observó que en Turquía circasianas se pinchaban con agujas impregnadas en pus de viruela bovina para evitar el contagio de la viruela humana. Sorprendida, inoculó a sus hijos y, a su regreso a Inglaterra, repitió y divulgó el procedimiento, siendo éste uno de los mayores aportes a la introducción de la inoculación en Europa. No obstante, el método encontró resistencia por parte de la Iglesia Católica y de los médicos londinenses. 

En tanto, en Sudamérica el fraile chileno Pedro Manuel Chaparro, miembro de la orden hospitalaria de San Juan de Dios y quien posteriormente estudiaría medicina en la Universidad de San Felipe, inició en 1765 inoculaciones sistemáticas con pus de pústulas de los variolosos para prevenir la enfermedad, logrando que de cinco mil personas inoculadas ninguna falleciera.

Más tarde, en mayo de 1796, el doctor inglés Edward Jenner (1749-1823) se propuso demostrar, mediante una serie de experimentos, que la inoculación de la viruela presente en las vacas efectivamente era capaz de proteger contra la enfermedad. El científico y naturalista, reconocido como “el padre de la inmunología”, realizó un ensayo con muestras de pústula de la mano de Sarah Nelmes, granjera infectada por el virus de la viruela bovina, inoculándolo en James Phipps, un niño de ocho años hijo de su jardinero. El investigador llevó el reporte detallado de su evolución: “al séptimo día, se quejó de molestias en la axila. Al noveno sintió escalofrío, perdió el apetito y sufrió un ligero dolor de cabeza, pero al décimo estaba perfectamente bien”. Luego, en un procedimiento impensado en estos tiempos por sus cuestionamientos éticos, Jenner se arriesgó e inoculó con viruela humana al pequeño, quien finalmente nunca enfermó. Para despejar cualquier tipo de dudas, el médico repitió varias veces el procedimiento en distintas personas, incluso en su propio hijo, logrando los mismos resultados.

En 1798 Jenner publicó el trabajo “An inquiry into the causes and effects of the variolae vaccinae, a disease known by the name of cowpox”, donde acuñó el término latino variolae vaccine (viruela de la vaca). De ahí también proviene la palabra “vacunación”, técnica que fue implementada tras ser aceptada gradualmente por las instituciones médicas de la época, mientras que la viruelización se prohibió en Inglaterra en 1840. Estos fueron los cimientos de los posteriores programas de vacunación.

La gran expedición

El 30 de noviembre de 1803 zarpó desde el puerto de La Coruña, en España, una corbeta llamada María Pita. Su destino, en principio, era el continente americano y la misión erradicar los brotes de viruela en las colonias del reino, aprovechando el descubrimiento de Edward Jenner. A bordo iban los doctores Francisco Javier Balmis y José Salvany, más 22 huérfanos que pasarían a la historia.

Balmis, conocedor de los estragos que la enfermedad provocaba en América, sobre todo en México donde había vivido durante largo tiempo, había seguido con expectación los hallazgos de Jenner. Se propuso convencer Carlos IV, quien vio morir a una de sus hijas víctima de la viruela, sobre la importancia de realizar una gran expedición para vacunar a la población.

Otros médicos de la corte no estuvieron de acuerdo con la idea e intentaron impedir que el doctor Balmis discutiera su iniciativa con el monarca, sin embargo, cuando lo hizo hábilmente utilizó un argumento que logró persuadirlo: si no se llevaba a cabo la campaña, la viruela terminaría con la vida de gran parte de los súbditos del rey, perdiendo su poder político y económico. Así aseguró el financiamiento y se puso en marcha lo que se denominó “La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna”, también conocida como la primera acción internacional para erradicar una patología en la historia de la medicina.

La travesía se extendió por tres años, luego de dividirse en dos grupos. Tras atracar en Islas Canarias y pasar por Puerto Rico y Venezuela, Salvany se dirigió al sur recalando en Panamá, Colombia, Bolivia, Perú, Chile y Ecuador. Falleció tratando de llevar la vacuna Argentina. Balmis, en tanto, tomó rumbo a Cuba, México, Guatemala, Filipinas y China, introduciendo por primera vez la vacuna en el continente asiático. El 14 de agosto de 1806 regresó a Lisboa (Portugal) y luego a  Madrid.

En su camino ambos médicos debieron enfrentar el acecho de piratas, tempestades, naufragios, la incomprensión política y prejuicios religiosos, configurando una aventura que ha sido contada en varios libros. Pero el mayor desafío de todos se presentó antes de comenzar el largo viaje a América: ¿cómo transportar un fluido tan delicado como la vacuna contra la viruela de un continente a otro, sin electricidad ni neveras para mantener la cadena del frío?

El doctor Balmis lo hizo llevando la vacuna en recipientes humanos, es decir, inyectada en la piel. Como la travesía duraría un mes, el paciente vacunado ya habría desarrollado la enfermedad, por lo que no se podría extraer la linfa de su organismo. Para subsanar este problema, el médico pensó en una cadena humana para ir traspasando la vacuna de brazo en brazo, garantizando sus propiedades. 

Fue así como reclutó a 22 niños del Hospital de la Caridad de La Coruña, de entre tres y ocho años, una edad adecuada, ya que la vacuna actuaba en ellos con más efectividad al tener menos desarrollado el sistema inmunológico. Inicialmente se inocularon a dos niños y, días después, a otros dos se les aplicaba las secreciones de las pústulas de los niños anteriores. De esta forma, siempre habría en cualquier momento al menos dos pequeños con capacidad para transmitir la vacuna, calzando perfectamente con la fecha estimada de arribo a América.

En un principio se buscaron “voluntarios”, entre ocho y diez años, prometiendo a cambio alimentación, vestimenta y educación a cargo del erario público hasta que el niño tuviese edad suficiente para trabajar, pero ninguna madre ofreció a su hijo para la peligrosa tarea. Contar con los huérfanos fue más fácil, pero debido a su evidente fragilidad física y emocional se embarcó también Isabel Zendal Gómez, enfermera y rectora de la institución gallega, única mujer a bordo y quien resultaría clave en la expedición, al convertirse en una verdadera madre para los pequeños, protegiéndolos de las adversidades y las durísimas condiciones del viaje. Pese a sus cuidados, tres de ellos murieron. En 1950, la Organización Mundial de la Salud reconoció a Isabel Zendal como la primera enfermera de la historia en misión internacional, mientras que desde 1974 el gobierno de México, donde se le considera la primera enfermera de salud pública del país, concede el Premio Nacional de Enfermería en su honor.

“No puedo imaginar que en los anales de la historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que éste”, dijo el doctor Edward Jenner sobre la expedición. En las travesías hacia Sudamérica y Asia se sumaron más niños. Algunos fallecieron y otros fueron adoptados en diferentes ciudades, pero no existen registros claros sobre eso.

“Creo que la contribución más importante en la erradicación de la viruela fue la demostración de cómo puede hacerse mucho, a veces con muy poco, para controlar enfermedades infecciosas a través de programas de vacunación”, escribió en su autobiografía el doctor Henderson, un protagonista ilustre, como tantos otros anónimos, de un capítulo imborrable en la historia de la medicina.

Por Óscar Ferrari Gutiérrez

Ali Maow Maalin, último caso de contagio natural de viruela

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Ilustración: Dr. Edward Jenner inoculando a James Phipps

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Ilustración: corbeta María Pita

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