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14 Octubre 2024

La prisión de la demencia

Encerradas en un entorno violento, las personas privadas de libertad envejecen de manera acelerada. Conforme pasa el tiempo, los factores propios del contexto carcelario constituyen un riesgo de desarrollar esta enfermedad.  

Abre los ojos y despierta detrás de una reja. Con una idea de dónde está, pero sin entender realmente por qué, un adulto mayor con deterioro cognitivo se despierta en estado de confusión. A la mañana siguiente, el ciclo se repite y la neblina se hace más densa. Este es el caso de una paciente de William Weber, médico voluntario del Medical Justice Alliance que realiza pruebas de demencia en prisiones de Massachusetts, en Estados Unidos [1].

A medida que envejece la población mundial, también lo hacen las personas privadas de libertad (PPL). Si bien a los 65 años se puede considerar, tradicionalmente, a alguien como mayor, en prisión se hace a partir de los 50. Los reclusos alcanzan una edad fisiológica 10 a 15 años superior a la biológica [1-3]. Debido a esta aceleración y al verse expuestos a dietas poco saludables, inactividad, tabaquismo, aislamiento social, depresión, abuso de sustancias y traumatismos craneoencefálicos, son más propensos a la demencia [2, 4].

Considerada como una amplia clasificación de enfermedades, esta patología afecta funciones cognitivas básicas e implica un amplio rango de alteraciones conductuales [5, 6]. Dificultad para realizar tareas diarias, pérdida gradual de la memoria, delirios, síndromes de identificación errónea, cambios de humor y comportamientos agresivos, son algunos de los síntomas asociados [1, 3, 6]. En un contexto penitenciario, es probable que estas manifestaciones resulten problemáticas.

Castigados por sus necesidades médicas

En la cárcel, la base de la vida diaria está en la rutina. Con el fin de evitar medidas disciplinarias, las PPL se limitan a seguir las reglas. De esta manera, episodios de confusión, dificultad para comunicarse, deambular por zonas prohibidas, orinar/defecar en público, pelearse o incluso resistir órdenes se convierten en un motivo de castigo, cuando en realidad son síntomas del deterioro cognitivo [5-7].

Al no estar capacitados para identificar las primeras señales de demencia, el personal penitenciario puede confundirlas con una disrupción del orden [5]. Esto dificulta la detección temprana y posterga el diagnóstico hasta que la enfermedad está completamente desarrollada [6, 8]. La falta de tratamiento oportuno no solo agrava el comportamiento y las consecuencias neuropsicológicas [5], sino que también implica el riesgo de negar el acceso a una atención sanitaria adecuada. Potencialmente, resultando en una violación de los derechos humanos [4].

Caracterizada por una cultura de agresión, violencia e intimidación, la prisión incrementa la vulnerabilidad de adultos mayores con demencia a la victimización física, sexual y psicológica por parte de sus pares. Si la respuesta en defensa propia es violenta, existe la posibilidad de una sanción [3]. Medidas correctivas severas como el aislamiento también empeoran el funcionamiento cognitivo y deterioran aún más el bienestar físico y mental [1, 5].

Reconocer y acompañar

Debido a que el régimen penitenciario tiene el potencial de enmascarar manifestaciones, la detección y diagnóstico precoz es esencial para entregar la atención médica necesaria. Proceso que comienza con una evaluación cognitiva inicial a toda persona por sobre los 50 años y que continúa a lo largo de su sentencia, especialmente cuando esta supera los cinco [1, 3, 9].

Aquí, el rol de los funcionarios de custodia (correccional, libertad condicional y libertad vigilada) es fundamental. Al tener una mayor interacción con los reclusos, deben ser capacitados para identificar signos y referirlos entre evaluaciones periódicas. De la misma manera, la formación en habilidades interpersonales para un uso del lenguaje empático y comprensivo es clave en el manejo de la demencia [1, 3, 7, 8]. Además de reconocer y acompañar, en lugar de castigar comportamientos que escapan de su control [9].

Programas voluntarios de apoyo entre pares que consideran las necesidades de personas mayores con demencia y aquellos que están por fallecer son cada vez más comunes en las cárceles. A través de esto, las PPL asumen el papel de cuidadores, se generan oportunidades de participación y se promueve un sentido de comunidad [8, 10]. Para asegurar la protección, las iniciativas son supervisadas, tienen una formación prolongada y un proceso de selección acorde al comportamiento [8].

¿Dejar ir?

Caminar largas distancias solo para ir a buscar un medicamento o comer, tratando de alcanzar el paso de los más jóvenes. En el camino, las escaleras suponen una dificultad. Intentando navegar por corredores poco iluminados, baldosas rotas, suelos resbaladizos e irregulares, para tener que devolverse otra vez. En la pequeña celda, el frío y una corriente de aire absorbe el lugar. No hay espacio para acomodar ayudas de movilidad, por lo que subirse a la litera superior parece imposible [4, 8].

El sentido de la prisión siempre ha sido el castigo. Un objetivo que parece haber eclipsado la preocupación por la calidad de vida, seguridad personal y bienestar [3]. Entre los entornos más extremos y estresantes de la sociedad, los recintos penitenciarios no fueron construidos con la población que envejece en mente. La amenaza de violencia, hacinamiento, falta de privacidad e impedimentos arquitectónicos constituyen un reto significativo [4].

Expertos aseguran que la excarcelación debería ser la primera opción para las personas que viven con enfermedades que provocan un deterioro cognitivo grave [1, 8]. Si bien esta política se ha propuesto para remediar la crisis del envejecimiento, ha tenido poco impacto porque las directrices siguen siendo extremadamente restrictivas y la ubicación de los reclusos problemática [7].

En la medida en que no sea posible obtener la libertad anticipada, se deberían desarrollar unidades especializadas o adaptaciones del entorno para proporcionar una atención médica adecuada y mantener la dignidad de quienes viven con demencia [1, 8]. Teniendo en cuenta el desafío ético que plantea el aumento de este trastorno en un contexto carcelario, mantener el equilibrio entre la justicia y el cuidado humanitario resulta fundamental.

Referencias:
[1] Moore, M. Weis, A. (2024). The Aging Prison Population and Dementia: Best Practices for Care and Release. Wilson Center for Science and Justice at Duke Law.
[2] Brooke, J. et al. (2018). The Impact of Dementia in the Prison Setting: A Systematic Review. Dementia: The International Journal of Social Research and Practice.
[3] Maschi, T. et al. (2012). Forget Me Not: Dementia in Prison. The Gerontologist.
[4] Peacock, S. et al. (2019). Older Persons with Dementia in Prison: An Integrative Review. International Journal of Prisoner Health.
[5] Gravito, D. (2020). The Prisoner's Dementia: Ethical and Legal Issues Regarding Dementia and Healthcare in Prison. Cornell Journal of Law and Public Policy.
[6] Cipriani, G. et al. (2017). Old and Dangerous: Prison and Dementia. Journal of Forensic and Legal Medicine.
[7] Kitt-Lewis, E. Loeb, S. (2022). Emerging Need for Dementia Care in Prisons: Opportunities for Gerontological Nurses. Journal of Gerontological Nursing.
[8] Du Toit, S. (2019). Best care options for older prisoners with dementia – A Scoping Review. International Psychogeriatrics.
[9] Aston, L. (2020). The Ethics of Healthcare in Prison and Dementia. Routledge.
[10] Brooke, J. (2021). Dementia in Prison. Routledge.

Por Dominique Vieillescazes Morán

Mundo Médico

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