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12 Octubre 2015

Oliver Sacks:

De la excentricidad a la leyenda

Batió un récord de levantamiento de pesas, participó en carreras clandestinas en motocicleta con pacientes atados a su espalda y cayó en las drogas. Salió del pozo y pasó a la historia de la medicina.

Cuando Giacomo Puccini compuso La Bohème, una de sus óperas más aclamadas, seguramente nunca imaginó que su obra sería parte de un mágico y conmovedor momento que se viviría en el Hospital Beth Abraham, en el Bronx, en el verano de 1969.

Ese inolvidable trabajo del compositor italiano, estrenado en el Teatro Regio de Turín (Italia) el 1 de febrero de 1896, fue uno de los principales estímulos para un grupo de pacientes del recinto asistencial de Nueva York que había permanecido desconectado de la realidad por décadas, producto de la encefalitis letárgica.

A la música de Puccini se sumaban otros clásicos del swing e incluso el famoso tema “Purple Haze” de Jimi Hendrix. Hombres y mujeres, que sólo semanas atrás se encontraban en estado catatónico, reaccionaban con los acordes que se escuchaban en el edificio. Reían y bailaban alegremente. De cerca los miraba el doctor Oliver Sacks, quien impulsaba un tratamiento experimental, suministrándoles L-dopa (levodopa), droga que logró sacarlos de su aletargamiento crónico y darles esperanza, al menos temporalmente.

Poco tiempo después de incorporarse al Hospital Beth Abraham, el neurólogo, fallecido el domingo 30 de agosto de 2015 en Manhattan (Nueva York, Estados Unidos), víctima de un rebelde cáncer, descubrió que pese a su aparente desconexión con el mundo, estos pacientes tenían la capacidad de recuperar durante breves instantes la coordinación motora. Se propuso sanarlos, y tras convencer a la dirección del establecimiento, utilizó la citada droga, una nueva sustancia que en esa época había resultado eficaz para el tratar el Parkinson. Con el correr de los días, sus pacientes despertaron, salieron de la hibernación y retomaron sus viejas conductas.

Habían transcurrido, en algunos casos, hasta cuatro décadas, periodo en que estas personas fueron olvidadas en distintos hospitales. Para ellos, era como si el tiempo simplemente se hubiera detenido, y conservaban los hábitos y recuerdos que tenían antes de contraer la enfermedad. La música lograba transportarlos, pero igualmente debieron enfrentar el duro golpe que significaba el paso de los años. Ver su cambiado rostro en el espejo o en una fotografía fue un choque emocional tan fuerte que no todos pudieron soslayar.

A pesar de seguir tomando el medicamento, muchos recayeron y volvieron a mostrar los síntomas de la extraña patología. La rigidez corporal, los movimientos involuntarios y las conductas exageradas regresaron. Aunque algunos pocos recuperaron cierto grado de relación con su entorno más cercano, ninguno pudo superar la enfermedad. Casi tan rápido como despertaron, volvieron al punto de partida, resultado que generó decepción en el doctor Sacks, pero que le permitió ver la vida desde una perspectiva diferente.

Esta increíble experiencia inspiró profundamente al facultativo formado en la prestigiosa Universidad de Oxford (Inglaterra), al punto que decidió escribir un libro para relatar los hechos. Lo llamó “Despertares” (1973), texto que se convirtió en best-seller y que fue llevado con gran éxito al cine en 1990 bajo el mismo título, en un extraordinario filme protagonizado por Robin Williams y Robert De Niro, que incluso estuvo nominado al premio Óscar en las categorías de mejor película, mejor guión adaptado y mejor actor, por la magistral interpretación de De Niro, quien hizo el papel de Leonard Lowe, uno de los pacientes del hospital.

Fue uno de los muchos y cautivantes trabajos literarios del doctor Sacks, a quien no tardaron en bautizar como el “poeta de la medicina”. Esta es parte de su historia.

Hell's Angels

Oliver Sacks nació el 9 de julio de 1933 en Londres. Fue el menor de cuatro hermanos en una familia judía ortodoxa y cultivó desde pequeño el amor por la cultura, el conocimiento y la medicina, vínculo que forjó gracias a sus progenitores, Samuel Sacks y Muriel Elsie Landau. El primero fue médico de familia y nunca cumplió su sueño de ser neurólogo, mientras que ella se convirtió en una de las primeras mujeres cirujanas de Inglaterra, especializándose más tarde en ginecología y obstetricia. La historia cuenta que para enseñarle a su hijo el funcionamiento del cerebro, diseccionó fetos malformados en su casa.

El pequeño Oliver vivió la Segunda Guerra Mundial fuera de Londres, en un internado de Midlands junto a su hermano Michael, ajeno a los constantes bombardeos nazis, conocidos como Blitz, que convirtieron gran parte de la ciudad en escombros. Fue evacuado cuando apenas tenía 6 años de vida. “Subsistimos con magras raciones de nabos y remolachas y sufrimos castigos crueles a manos de un director sádico”, reveló en la revista Moment. La experiencia fue tan traumática que Michael sufrió desde entonces episodios psicóticos.

Cuando niño se deleitaba con el Shemá (textos de Deuteronomio, libro bíblico del Antiguo Testamento), encender las velas de Shabat junto a su madre y con los rituales de Séder de Pésaj y especialmente Sukkot, cuando su familia construyó un Sucá en el jardín.

Sin embargo, durante su adolescencia Sacks paulatinamente se alejó de la tradición religiosa, hasta separarse completamente de ésta cuando, a los 21 años, su padre lo obligó a admitir su homosexualidad. “Eres una abominación. Ojalá no hubieras nacido”, le dijo su madre a la mañana siguiente, palabras que, según reconoció, “me convencieron de la capacidad para la crueldad y la intolerancia de la religión”.

Su aventura norteamericana se inició en el Hospital Monte Sión de San Francisco, donde hizo su residencia en neurología, y luego trabajó en la Universidad de California en Los Ángeles. En su autobiografía “On the move: a life” relata cómo su época californiana incluyó practicar el culturismo en la playa, generosa experimentación con anfetaminas y viajes con los Hell's Angels, legendaria agrupación de motociclistas caracterizada por su hermandad, espíritu libre y discurso contestatario, pero también vinculada a violentos crímenes y tráfico de drogas, entre otros ilícitos. En ocasiones participaba en carreras clandestinas en las montañas, con sus pacientes paralizados atados a su espalda.

Por entonces se le conocía como Wolf (su segundo nombre) o por su apodo, “Dr. Squat” (doctor sentadilla), por batir un récord californiano de levantamiento de pesas con 136 kilos sobre los hombros.

Pasó por un periodo autodestructivo, pero logró salir del túnel. “Un día me miré al espejo. Tenía los pómulos hundidos, se marcaba mi calavera, y me dije: ‘Ollie, si sigues así no estarás aquí otro año más’”.

Fueron algunas de las excentricidades de un hombre autodefinido como tímido, dentro de las que también se contaban la práctica del celibato por 35 años, una desbordante obsesión por la natación, un excesivo interés por las medusas y los helechos y una dieta que durante décadas se basó en cereales y sardinas en lata. “La vida del neurólogo no es sistemática, como la de un científico, sino que le provee con situaciones novedosas e imprevistas que pueden convertirse en ventanas, agujeros por los que espiar la complejidad de la naturaleza”, escribió alguna vez en The New Yorker.

Se graduó como médico de Oxford, donde antes ya había obtenido la licenciatura en fisiología y biología. Radicado en Nueva York, se desempeñó por más de 45 años en la Escuela de Medicina Albert Einstein, perteneciente a la Universidad Yeshiva, institución que tenía como uno de sus campos clínicos al Hospital Beth Abraham (actualmente Servicios de Salud Beth Abraham, parte del Sistema de Salud CenterLight). Con el paso del tiempo, logró brillar no sólo gracias a su habilidad profesional, sino que también por un gran talento para convertir sus experiencias clínicas en textos memorables para la medicina.

Awakenings

“Al acabarse las posibilidades químicas, tuvo lugar otro despertar: que el espíritu humano es más poderoso que cualquier droga y que eso es lo que debemos alimentar con trabajo, ocio, amistad y familia, que son las cosas importantes, las que teníamos olvidadas, las más sencillas”. 

Resulta muy difícil escuchar esta frase y permanecer indiferente. Son los minutos finales de Awakenings (Despertares, en español) y la reflexión de Oliver Sacks, interpretado por Robin Williams (1951 – 2014), logra emocionar por su profundidad. Es una invitación a vivir la vida con pasión y aprovechar cada minuto de ella como si fuera el último, sin descuidar el real valor de las cosas, algo que parece una obviedad pero que suele ser ignorado. Fue su conclusión tras torcerle por un tiempo la mano al destino en el Hospital Beth Abraham, donde se enfrentó a la encefalitis letárgica.

El origen de esta patología se sitúa entre 1916 y 1925, periodo en el que más de 5 millones de personas en el mundo se contagiaron sin explicación aparente. El cuadro fue descrito por primera vez por el neurólogo austriaco Constantin von Economo, en 1917, y se manifestaba a través de alteraciones en el dormir, perturbaciones del movimiento -por secuelas motoras crónicas- en forma de parkinsonismo postencefalítico y desordenes psiquiátricos. Se le denominó encefalitis letárgica, aunque en Estados Unidos también se conoció como “enfermedad del sueño”, una epidemia de base neurológica polimórfica que cobró más de un millón y medio de vidas.

De los sobrevivientes, la mitad logró recuperarse, pero los restantes quedaron confinados a una existencia caracterizada por un estado de apatía y rigidez corpórea debido al daño en el encéfalo y cerebelo, responsables del control y coordinación del movimiento en el cerebro. Los enfermos cayeron en un estado de aletargamiento crónico, que se extendió por décadas y, aunque algunos conservaron sus facultades mentales, carecían por completo de la capacidad para moverse por voluntad propia. 

La sintomatología incluye cuadros de alta fiebre, dolor cabeza y de garganta, visión doble, respuestas físicas y mentales retardadas, inversión del sueño, catatonia y fatiga. En casos agudos, los enfermos pueden entrar en un estado comatoso, como mutismo y akinesia, además de experimentar movimientos oculares anormales, parkinsonismo, debilidad en la parte superior del cuerpo, dolor muscular, temblores, rigidez de cuello, y cambios conductuales, entre ellos la psicosis.

Fue una tragedia sanitaria de proporciones. Por un lapso breve, varios de ellos salieron de su estado de semiinconsciencia a finales de los años sesenta gracias al tratamiento del doctor Oliver Sacks. Recién 80 años transcurridos después del brote se logró identificar el agente causante de la encefalitis letárgica: una simple mutación de una bacteria común, el streptococcus, cuya forma original sólo causa malestares e infecciones de garganta. Actualmente el campo investigativo sigue abierto y la búsqueda de respuestas continúa. Aunque no existe terapia específica para la patología, se recomienda el uso de antibióticos de amplio espectro y tratamiento sintomático.

Opus cuarenta y nueve

Al concluir la Segunda Guerra Mundial, Oliver Sacks retornó a Londres. Tal como su hermano Michael, evidenció secuelas psicológicas producto del conflicto bélico, pero el sí pudo encontrar una cura a sus “heridas”. La química y la tabla periódica de los elementos le ayudaron a enfocarse en otra cosa, pensar en base a un orden y estructura, lo que le facilitó dejar atrás el trauma, o al menos le enseñó a vivir con esa carga emocional.

Sin embargo, la investigación no estaba en sus planes. Era demasiado pasional y empático, y también algo torpe, características que lo alejaban, voluntariamente, del delicado trabajo de laboratorio. “Obviamente me hice neurólogo en lugar de, pongamos, cardiólogo, porque no hay nada en la cardiología que pueda interesar a un hombre inteligente. El corazón es, supongo, una bomba interesante, pero es sólo una bomba. La neurología es la única rama de la medicina que puede mantener interesado a un pensador”, aseguró.

Otra de las grandes pasiones de Sacks era la música. En ella veía, además, una gran aliada en su labor terapéutica. Entre 1992 y 2007, el controvertido médico se desempeñó como profesor de neurología en la Universidad de Nueva York, desde donde pasó a integrar la Universidad de Columbia. En el campus Morningside Heights de esta institución fue nombrado primer “Artista de la Universidad de Columbia”, en reconocimiento a su contribución para tender puentes entre las artes y las ciencias.

En 2012 regresó a la casa de estudios superiores de Nueva York como docente de neurología y consultor del Centro de Epilepsia. Su experiencia en el Hospital Beth Abraham ayudó a sentar las bases del Instituto para la Música y la Función Neurológica, dependiente del recinto de salud, donde además de ser consejero médico honorario, fue homenajeado en dos oportunidades con el premio Music Has Power. La segunda de ellas fue en 2006 para conmemorar sus 40 años en Beth Abraham y honrar sus destacadas contribuciones en apoyo de la terapia musical y el efecto de la música sobre el cerebro humano y la mente.

“Cuando llegué al Beth Abraham en 1966, ya había una terapeuta musical y un claro entendimiento de cómo la música puede mejorar a ciertos pacientes neurológicos. Sobre esto escribí en Awakenings, y en 1973, cuando vino un director de cine a rodar un documental sobre nuestros pacientes, su primera pregunta fue: ‘¿dónde está la terapeuta musical? Al parecer ella es la persona más importante aquí’”, recordó Sacks.

En 1991, el médico dio testimonio ante una comisión especial del senado estadounidense para la vejez, sobre las propiedades de la música para tratar los trastornos neurológicos. En su presentación habló de Rosalie, paciente que sufría Parkinson y que estaba hospitalizada en el Hospital Beth Abraham, la mayor parte del día completamente inmóvil, “como atontada” describía, normalmente con un dedo colocado sobre sus lentes. “Pero es capaz de tocar muy bien el piano, y por horas, y cuando toca le desaparece el parkinsonismo durante un tiempo, y todo en ella es fluidez, libertad y normalidad”. Los parlamentarios estaban fascinados. “La música la libera, y no sólo la música, sino que también imaginarse la música. Rosalie conoce todo Chopin de memoria y basta que uno le diga ¡Opus cuarenta y nueve!, para que cambie todo su cuerpo, postura y expresión”, relató.

Inmediatamente después, el neurólogo explicó a la audiencia que los encefalogramas, que generalmente mostraban una inmovilidad semejante al coma, reflejaban una actividad motora completamente normal durante la experiencia musical de Rosalie, incluso cuando ella tocaba en su imaginación. Para Sacks “el poder integrador y sanador de la música es fundamental. Es el medicamento no químico más profundo”.

Un privilegio, una aventura

Más allá de las múltiples distinciones y reconocimientos que recibió en su carrera, si hay algo que caracterizó la vida profesional del doctor Sacks fue su incansable intento por comprender a sus pacientes y descifrar cómo los enfermos neurológicos percibían el mundo. Con una enorme empatía, siempre se puso en el lugar de ellos, observando, analizando, buscando evidencias y abriendo su mente. Luego no dudó en divulgar sus conclusiones en una serie de libros que lo hicieron famoso en el mundo entero. En sus últimos textos, describió con su particular riqueza narrativa su propia experiencia con la enfermedad, fragilidad y decadencia física.

Durante una entrevista televisiva, en 1989, le preguntaron cómo quería ser recordado dentro de 100 años y él respondió: “me gustaría que piensen que escuché con cuidado lo que los pacientes y otras personas me dijeron, que intenté imaginar cómo eran las cosas para ellos, y que traté de contarlo. Por usar un término bíblico, que he dado testimonio”. Y así lo hizo, hasta el momento de su muerte.

Sus vivencias clínicas y personales quedaron plasmadas en libros como “Un antropólogo en Marte”, “Migraña”, “Con una sola pierna”, “La isla de los ciegos al color”, “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, “El tío Tungsteno”, “Veo una voz”, “Arreglando mi mirada”, “Despertares” y “Alucinaciones”.

Sólo a modo de reseña, en “Con una sola pierna” exploró las consecuencias de una grave lesión muscular sufrida al hacer montañismo; en “Arreglando mi mirada” abordó las consecuencias de su enfermedad visual; mientras que en “Alucinaciones” profundizó en una época marcada por su consumo de drogas. En “El tío Tungsteno”, en tanto, contó sobre su infancia y cómo su pasión por la química le ayudó a sobrellevarla. Ya sabemos lo que pasó con “Despertares”.

Con “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” se consagró como uno de los grandes escritores clínicos del siglo XX, al narrar con pasión y envolvente talento literario la historia de pacientes sumidos en profundas patologías neurológicas, sin percepción alguna de la realidad, pero con increíbles dones artísticos y científicos. Es una obra que describe el sufrimiento y lucha del ser humano que se convirtió en un clásico, tal como “Un antropólogo en Marte, siete relatos paradójicos”, donde conjugó la esencia de la identidad y los mecanismos del conocimiento, detallando aspectos propios de la existencia humana que serían imposible reconocer sin la enfermedad. 

Algunos neurólogos criticaron su método de análisis como poco científico y lo acusaron de excesivo protagonismo personal, mientras que defensores de los pacientes psiquiátricos consideraron que abusaba de los enfermos al contar sus historias.

Fue llamado, irónicamente, “el hombre que confundió a sus pacientes con una carrera literaria” por Tom Shakespeare, académico británico y activista por los derechos de los discapacitados. Otros calificaron su trabajo como “un espectáculo de fenómenos para intelectuales”. Oliver, en tanto, solía decir que entendía bien a sus pacientes porque estaba igual de loco que ellos y que todos los casos expuestos descubrían un lado positivo del hombre que surgía en la enfermedad, lo que ayudaba a distinguir lo realmente valioso de la vida.

Con estas palabras, Oliver Sacks anunció el miércoles 18 de febrero de 2015, en The New York Times, que definitivamente había perdido la batalla contra el cáncer y que le quedaban pocos meses: “me encuentro intensamente vivo y quiero y espero que el tiempo que me quede por vivir me permita profundizar mis amistades, despedirme de aquellos a los que quiero, escribir más, viajar si tengo la fuerza suficiente, alcanzar nuevos niveles de conocimiento y comprensión. No puedo decir que no tenga miedo, pero mi sentimiento predominante es el de la gratitud. Por encima de todo, he sido un ser con sentidos, un animal pensante, en este maravilloso planeta y esto, en sí, ha sido un enorme privilegio y una aventura”. 

Tenía 81 años y múltiples metástasis en el hígado, que procedían de un tumor ocular, terminaron con su vida, pero no con su legado.

Por Óscar Ferrari Gutiérrez

Mundo Médico

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