Table of Contents Table of Contents
Previous Page  23 / 864 Next Page
Information
Show Menu
Previous Page 23 / 864 Next Page
Page Background

22

Nos proponemos en este breve escrito explicitar algunos valores y virtudes para que el trato

de la persona menor sea bueno en el s. XXI, dados los conocimientos de que disponemos y los

deberes que nos imponemos. El cambio de nombres (de menor a persona), el énfasis en la vulne-

rabilidad, la dependencia y el cuidado (frente a la mera autonomía, independencia y la justicia),

van a ser las principales líneas argumentales. En este nuevo siglo son muchas las evidencias de que

disponemos sobre lo trascendental que son los cuidados pediátricos, la educación, la igualdad de

oportunidades, etc. en la infancia y adolescencia; ese período del desarrollo influye muchísimo

en la calidad de la vida de cada persona. Sabiéndolo, es imperdonable condenar a su suerte a las

personas menores: tenemos que responder por las próximas generaciones, y es deber de gratitud

hacia las que nos precedieron.

Las palabras, los protagonistas y las circunstancias

Es usual hablar de las personas menores aludiendo solo al adjetivo, así se pone de relieve, por

ejemplo, en la típica expresión jurídica “interés superior del

menor

”. La cuestión no es baladí,

porque el adjetivo alude únicamente a una característica de algo más esencial, más permanente,

como es la substancia a la que dicho adjetivo especifica o explica. Pero siempre es persona, la

característica de menor añade la edad, algo transitorio pero trascendental. Que el menor sea ante

todo persona significa que, más allá de objeto de intervención, es sujeto de atención y derechos;

es porque todavía no ha desarrollado capacidades, porque tiene poca experiencia, que merece

mayor atención y cuidado.

Con Kant asumimos que las cosas tienen precio y las personas dignidad. Intuitivamente

asumimos como parte de nuestra autocomprensión que merecemos un respeto absoluto por

ser fines en sí mismos, nunca reductibles al valor instrumental o de intercambio (Kant, 2012).

Ahora bien, más allá de Kant, la dignidad hoy no lo es por la autonomía ejercida sino por el

valor intrínseco que supone la posibilidad de desarrollar esa autonomía, algo que la persona

menor no puede hacer sola. Es tarea de los profesionales que intervienen en el crecimiento

saludable de la persona menor que ésta sea bien cuidada y atendida y pueda forjar y hacer oír

su propia voz (Gilligan, 2013).

Precisamente porque somos historia y la hacemos, la visión de la persona menor no siempre

ha sido igual ni universal. Con el precedente de la Convención de 1959, tuvimos que esperar a

1989 para que la Convención de Naciones Unidas proclamara la de los derechos del niño. De ser

prole para el proletariado y tener que satisfacer la necesidad de mano de obra o cuidado de los

que dejaban de ser productivos, en el s. XX, y gracias a las técnicas anticonceptivas y a las mejoras

económicas, pasan a ser objetos de deseo. En el s. XXI las técnicas de reproducción asistida, los

diagnósticos y test genéticos, etc. permiten tomar decisiones sobre cómo queremos que sean

nuestros descendientes. Y en ese tan gran deseo de sus progenitores algunos niños también

encuentran su calvario.

En efecto, a las tradicionales formas de vulnerabilidad inherentes a la edad, se añaden otras

nuevas. Así se constata en el aumento de trastornos mentales en la infancia y la adolescencia en

países bien estables; por no decir los traumas inmensos que generamos en niños que nacen y viven

en el miedo de la violencia estructural (de todo tipo). El uso de las nuevas tecnologías, cada vez

más precoz y universalmente, les expone a riesgos desconocidos y a la constatación de que en la

aldea global los derechos de los niños sufren de fragantes agravios comparativos. Así comienzan

a constatar su buena o mala suerte según las circunstancias que literalmente los rodean.

La persona menor en el siglo XXI:

Reflexiones desde la ética

Begoña Román M.

CAPÍTULO 1