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24 Junio 2019

El reimpulso de la terapia fágica

La rápida expansión de bacterias resistentes a los antibióticos de último recurso obliga a buscar estrategias alternativas. Expertos plantean las ventajas e inconvenientes de estos nuevos enfoques.

A fines de 1917, Felix Hubert d´Herelle informó a la comunidad científica sobre el hallazgo y caracterización de, según sus propias palabras, un microbio invisible antagónico del bacilo de la disentería, al cual denominó bacteriófago.

Si bien su figura es controversial, debido a su personalidad arrogante y carencia de formación formal en el campo de la microbiología, fue ocho veces candidato al premio Nobel y recibió innumerables reconocimientos internacionales. 

Nació en Canadá, en 1873, y sus conocimientos fueron paulatinamente creciendo gracias a distintos emprendimientos y viajes por Europa y América, siempre con un sello autodidacta que despertó celos y críticas. Escribió el libro “El bacteriófago y el fenómeno de la recuperación”, en el cual profundiza en su descubrimiento, en donde vio un gran potencial terapéutico al intuir que toda especie bacteriana que funcionara como agente etiológico de un proceso infeccioso debería tener un bacteriófago encargado de su destrucción.

Especialistas consideran que la noticia difundida por Felix d’Herelle, área en la que también había dado importantes pasos el médico inglés Frederick Williams Twort, marcó un punto de partida para el desarrollo más acabado del estudio de mecanismos biológicos.

En el complejo escenario que plantea la creciente resistencia a los antimicrobianos, los planteamientos del canadiense cobran cien años después particular relevancia. Lo que él denominaba “terapia fágica”, es decir, el uso específico de bacteriófagos para controlar infecciones, encuentra un terreno fértil para su aplicación.

Hace ya más de un siglo, cuando no existían los antibióticos, se buscaba detener el feroz avance de las infecciones bacterianas con una formulación farmacéutica elaborada a partir de ciertos virus que infectan bacterias. Estos agentes, bautizados como bacteriófagos por Hubert d´Herelle, eran reconocidos como devoradores de bacterias y su utilización era relativamente exitosa en pacientes de cólera o peste bubónica. Es más, en un estudio con enfermos de cólera realizado en India en 1927 (en ese entonces parte del imperio británico), el 92 por ciento de las personas tratadas con fagos sobrevivieron frente al 37% que no recibió terapia.

Eran tiempos de revolución para la medicina y las dificultades en la implementación masiva de esta alternativa terminó por ceder frente a la aparición de los antibióticos, mucho más eficaces y sencillos de producir a escala industrial. 

Sin embargo, tras su injusto abandono, la terapia fágica parece recuperar su lugar y aspira a una posición de privilegio. En un contexto donde la Organización Mundial de la Salud se encuentra en estado de alerta debido a la amenaza global que representan las bacterias resistentes a los antibióticos, sus argumentos cobran mayor fuerza, más aún luego de que dos pacientes europeos esquivaran la muerte con esta estrategia.

“Los antibióticos son un producto químico que mata a las bacterias bloqueando algún proceso fundamental para su supervivencia. Tienen la ventaja de que actúan contra una diana que puede estar en una especie bacteriana o en todas las bacterias. Esto permite la existencia de los antibióticos de amplio espectro, que pueden ayudar a combatir una infección, aunque no se sepa exactamente qué bacteria la ha causado”, comenta Daniel López, experto en superbacterias del Centro Nacional de Biotecnología del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas).

“Los fagos matan a las bacterias porque les inyectan su ADN para reproducirse y después las lisan por dentro. Cada virus infecta a bacterias de cepas muy concretas y eso tiene ventajas, como lo específico del tratamiento, menor posibilidad de generar bacterias superresistentes sin dañar a los microbios beneficiosos del organismo; y también inconvenientes, como el tiempo que demanda una mayor prueba de fagos hasta dar con los que pueden ser útiles”, agrega.

En Europa, la aplicación de la terapia fágica está sujeta a la autorización de las agencias reguladoras y esta opción solo se analiza cuando los tratamientos convencionales no han dado resultados positivos, ya que persisten las dudas sobre su real eficacia y, para sus detractores, existe el riesgo de que una mala purificación de los fagos provoque una reacción inmune letal. Por ahora, su despliegue se limita principalmente a la industria agropecuaria, un rubro donde el uso indiscriminado de antibióticos ha dejado una herida profunda, despejando el camino para las superbacterias.

De todas formas, investigadores siguen trabajando en el diseño de terapias que sean confiables y eficaces en los humanos. Ya se ha demostrado que ciertas enzimas de los bacteriófagos, llamadas endolisinas, pueden usarse como herramientas terapéuticas contra infecciones bacterianas causadas por el Staphylococcus aureus, responsable de enfermedades inflamatorias de la piel como el eczema. Estos enzibióticos también se han empleado éxitosamente para controlar patógenos resistentes en modelos animales.

Si bien expertos consideran que el desarrollo de estas terapias será lento debido a la complejidad del proceso, el aumento de bacterias resistentes a los antibióticos de último recurso es un motivo más que suficiente como para buscar estrategias para acelerar su disponibilidad sobre todo en casos donde las terapias convencionales no hayan dado resultado.

Por Óscar Ferrari Gutiérrez

Mundo Médico

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